¡Ahí viene!
«El pasado domingo, apenas a las diez de la mañana, abordé un ómnibus P-1 en una de sus primeras paradas con destino al municipio de Playa. Venía intensamente repleto, y en una de las puertas de salida, entorpeciendo el paso, había varias personas (entre ellas mujeres) con sendas canecas de ron en las manos y con un comportamiento tan desagradable e irrespetuoso que no vale la pena detenerme en los detalles.
«Algunas de las personas que estoicamente (pues no había manera de moverse a otro lado) resistíamos aquella impropia conducta y los avatares que de ella provenían, solo atinábamos a mirarnos y mover la cabeza, como quien no cree que sea real lo que está ocurriendo. Le aseguro, amigo JAPE, que he bajado de la guagua con un tufo a alcohol, cual si hubiera bebido cuatro botellas de chispa».
Así encabeza Floro su más reciente misiva, y no digo más porque sería redundar en un tema que ya todos conocen: la guagua. Desde que el maestro Héctor Zumbado escribió su antológico texto dedicado al «monstruo rodante» (que posteriormente inmortalizara el gran actor Carlos Ruiz de la Tejera), hemos vivido muchas experiencias con el transporte urbano. Todas parecidas, aunque nadie pensó que años después fuera tan vigente este «traguito de limonada» servido por Zumbado en 1981, y que incluso se superaran las expectativas.
No se trata de que haya problemas con el transporte; ya lo sabemos. Ni siquiera de cómo nos transportamos& más bien es de cómo nos comportamos. No existen ética, ni control, ni respeto. Podría empezar por culpar a los conductores que llevan el reguetón a todo lo que dan las bocinas, pero ese mal es minúsculo si lo comparamos con otras acciones que diariamente ocurren y que ya nos parecen normales.
¿Cuántas veces hemos visto subir al ómnibus (sobre todo aquellas rutas que terminan en las playas) a personas con shorts mojados, llenos de arena y de sal? Estos individuos se restriegan en los asientos, y con cuanto ciudadano se les cruza en el intrincado camino hacia la puerta de salida. Entonces podría ocurrir algo desagradable y funesto: ¿Me creería mi esposa que yo estaba trabajando si llego a casa con la ropa húmeda, con olor a mar y lleno de arena? ¡Ni que yo fuera salvavidas!
También he llegado lleno de moretones a causa de las exageradas jabas, mochilas, ventiladores, catres, sacos de vianda, jaulas de pollo& y otras múltiples cargas que los pasajeros transportan como si se tratara de un camión de Acopio. Primero se escucha la noble voz que implora: ¡Chofe, dame un chance atrás para subir una cosita ahí! Luego, cuando sube «la cosita» y la gente protesta, esa misma voz angelical se trasforma en una ofensa a las masas: «¡El que quiera ir cómodo que vaya en máquina!».
¡No señor! ¿Por qué razón? ¡Quien tiene que viajar en máquina, o en otro transporte, es usted, que viene con una carga excesiva; abusando de la tolerancia, la comprensión y la solidaridad del resto de los pasajeros!
También es usual ver a la gente comer, tomar bebidas (alcohólicas o no) y hasta fumar, a pesar de que hay varios letreros que lo prohíben. Nadie dice nada, porque nadie quiere complicarse la vida y porque «¡A mí no me pagan para eso!», al decir de muchos. Y me pregunto: ¿Existe alguien al que le paguen para eso? ¿Mantener disciplina dentro del ómnibus es solo tarea del conductor? ¿Cuál es el contenido de trabajo de los inspectores cuando los hay que controlan el paso y horario de las diferentes rutas? Todas esas preguntas se disuelven en la avalancha que irrumpe hacia el ómnibus, segundos después de que se escuchó aquella voz de advertencia, de las que nos hablaron Zumbado y Carlos Ruiz, y que aún sigue viva como un llamado al combate: ¡Ahí viene! ¡Ño, como viene!